Aquí les traigo otra historia del folclore japonés, proveniente de las recopilaciones hechas por el periodista Koizumi Yakumo.
JIKININKI
Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara.
Erró sin rumbo durante largo tiempo ; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suele n construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a acercarse a ella ; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.
Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas ; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal ; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy temprano ; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas ; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo :
-Venerable señor, es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis aquí, vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún modo : no os anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía apenas unas horas. Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento contiguo son los habitantes de esta aldea ; se han congregado aquí para rendirle al muerto un póstumo homenaje ; y pronto se marcharán a otra aldea que dista tres millas de aquí, pues nuestra costumbre nos prohibe permanecer en la aldea la noche que sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas : pensamos, pues, que sería mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento. Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus malignos ; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un sacerdote, se atrevería a
pernoctar aquí.
Musõ respondió :
-Vuestras cordiales intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad, merecen mi más profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado la muerte de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo fatigado, por cierto que no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho, habría administrado el servicio antes de que todos partieran. Así las cosas, lo administraré una vez que os retiréis, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os referís al mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas ; pero no temo a demonios ni espectros : os ruego, por tanto, que no abriguéis temor alguno por mi persona.
Estas declaraciones parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud con las palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia así como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo el dueño de la casa :
-Ahora, venerable señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos despedirnos. Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí después de medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto cuidéis de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros. Y si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra ausencia, no olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.
Todos dejaron la casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde yacía el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas ; ardía un tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las correspondientes plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y entró luego en profunda meditación. Así permaneció durante varias horas ; ni un sonido alteró la paz de la aldea desierta. Pero en lo más hondo de la nocturna quietud, una Forma, vaga y de gran tamaño, entró sigilosamente ; y en ese mismo instante Musõ se vio privado del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al comer una rata ; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes : el pelo, los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró.
Luego se fue tan misteriosamente como había venido. Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas de la casa. Todos lo saludaron ; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño de la casa le dijo a Musõ :
-Venerable señor, acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra estancia : temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo. De buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las leyes de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan abandonar las casas después de un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se infringió esta ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Acaso hayáis visto la causa.
Entonces Musõ le habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció sorprender esta narración ; y el dueño de la casa señaló :
-Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha dicho al respecto desde antiguo.
Musõ entonces preguntó :
-¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros muertos ?
-¿Qué monje ? -preguntó el joven.
-El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea -responció Musõ-. Llegué hasta su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo llegar aquí.
Todos se miraron entre sí con expresión atónita ; y, tras un instante de silencio, el dueño de la casa declaró :
-Venerable señor, en la colina no hay monje ni anjitsu alguno. Hace muchas generaciones que ningún monje reside en esta comarca.
Musõ no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad ; y esta vez el anciano lo invitó a acompañarlo. En cuanto Musõ entró, el eremita hizo una humilde reverencia y exclamó :
-¡Ah ! ¿Vergüenza de mí... ! ¿Gran vergüenza sobre mí... ! ¡Terrible vergüenza sobre mí !
-No debéis avergonzaros por haberme negado alojamiento -dijo Musõ-. Me indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad ; y os agradezco ese favor.
-A nadie puedo ofrecer alojamiento -respondió el recluso-, y no es mi negación lo que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi verdadera forma... pues fui yo quien devoró el cadáver y las ofrendas ante vuestros propios ojos... Sabed, venerable señor, que soy un jikininki15, un devorador de carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición. “Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los montañeses solían
traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados. Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de lucro ; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer, inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta comarca : a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis... Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio Ségaki para mí : ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia...”
En cuanto el eremita hizo esta solicitud desapareció ; y también desapareció la ermita, en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló a solas, de rodillas en el pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman go-rin-ishi, que parecía ser la tumba de un sacerdote.
sábado, 9 de junio de 2012
domingo, 26 de febrero de 2012
ANTE LA CORTE SUPREMA
Dice el gran sacerdote budista Mongaku Shonin, en su libro Kyo-gyo Shin-sho : “Muchos de los dioses adorados por la gente son dioses injustos [jajin] : tales dioses, por tanto, no reciben adoración de las personas que reverencian las Tres Cosas Sagradas. Y aun las personas que obtienen favores de esos dioses en respuesta a sus plegarias, suelen descubrir más tarde que tales favores son causa del infortunio”. Es buen ejemplo de esta verdad una historia registrada en el libro Nihon-Rei-Iki.
En tiempo del Emperador Shomu, vivía en el distrito de Yamadagori, provincia de Sanuki, un hombre llamado Fushiki no Shin. Su única descendencia era una hija llamada Kinumé. Kinumé era muy bonita y gozaba de buena salud ; pero, poco después de que ella cumpliera los dieciocho años, una insidiosa enfermedad se propagó en esa zona del país y atacó a Kinumé. Sus padres y amigos tributaron ofrendas a un tal Dios-Peste, y se sometieron a severa austeridad en honor de ese Dios, rogándole que la salvara.
La muchacha yació durante días en un estado de sopor ; cuando volvió en sí, refirió a sus padres un extraño sueño. Había soñado que el Dios-Peste comparecía ante ella, diciéndole :
-Los tuyos me han rogado con tal fervor y me han adorado con tal devoción que realmente quiero salvarte. Pero no puedo hacerlo sino dándote la vida de otra persona. ¿Conoces por casualidad a alguna muchacha que tenga tu mismo nombre ?
-Sí -respondió Kinumé-, recuerdo que en Utarigori vive una muchacha que tiene el mismo nombre que yo.
-Indícamela -dijo el Dios, tocando a la durmiente. Y ésta, al ser tocada, se elevó en el aire con él, y en menos de un segundo ambos estuvieron frente a la casa de la otra Kinumé, en Utarigori. Era de noche, pero la familia aún no se había acostado, y la hija lavaba algo en la cocina.
-Es ésa -dijo Kinumé de Yamadagori.
El Dios-Peste extrajo, de un bolso escarlata que llevaba a la cintura, un instrumento largo y filoso con forma de buril ; entró en la casa e introdujo el agudo instrumento en la frente de Kinumé de Utarigori. Entonces Kinumé de Utarigori cayó al suelo con dolores atroces ; y Kinumé de Yamadagori despertó y refirió el sueño.
Inmediatamente después, sin embargo, recayó en un estado de sopor. Durante tres días permaneció sin conocimiento, y sus padres comenzaron a desesperar de recobrarla. Entonces volvió a abrir los ojos, y habló. Pero casi en el acto saltó de la cama, miró el cuarto con estupor, y se precipitó fuera de la casa, exclamando :
-¡Ésta no es mi casa ! ¡Vosotros no sois mis padres !
Algo extraño había sucedido. Kinumé de Utarigori había muerto a causa del Dios-Peste. Sus padres profirieron grandes lamentos, y los sacerdotes del templo celebraron una ceremonia budista en su honor ; y el cadáver fue incinerado en un campo de las afueras. Entonces su espíritu descendió al Meido, el mundo de los muertos, y fue convocado por el tribunal de Emma-Dai-O, Rey y Juez de las Almas. Pero apenas la vio el Juez, exclamó :
-¡Esta muchacha es la Kinumé de Utarigori : aún no era tiempo de que viniera ! ¡Devolvedla de inmediato al mundo de Shaba, y traedme a la otra Kinumé, la de Yamadagori !
Entonces el espíritu de Kinumé de Utarigori gimió ante el Rey Emma, quejándose de este modo:
-Gran Señor, hace más de tres días que fallecí, y ya deben haber quemado mi cuerpo. Si me devolvéis al mundo de Shaba, ¿qué haré ? De mi cuerpo no quedan sino humo y cenizas. ¡No tendré cuerpo !
-No te inquietes -respondió el formidable Rey-, voy a darte el cuerpo de Kinumé de Yamadagori, pues su espíritu debe comparecer ante mí de inmediato. No te preocupes por la incineración de tu cuerpo : el cuerpo de la otra Kinumé te sentará mucho mejor.
Y no bien completó su discurso, el espíritu de Kinumé de Utarigori revivió en el cuerpo de Kinumé de Yamadagori. Ahora bien, cuando los padres de Kinumé de Yamadagori vieron que su hija enferma saltaba y huía proclamando que ése no era su hogar, pensaron que había enloquecido, y la siguieron, diciéndole:
-¡Kinumé ! ¿Adónde vas ? ¡Aguarda un instante ! ¡Estás muy enferma para correr de ese modo !
pero ella emprendió la fuga y corrió sin detenerse, hasta llegar a Utarigori, a la casa de la familia de la difunta Kinumé. Entró allí y saludó a los ancianos, exclamando:
-¡Oh, qué placer estar de nuevo en casa ! ¿Cómo estáis, queridos padres ?
Ellos no la reconocieron, y la tomaron por una demente ; pero la madre le habló con amabilidad, y le preguntó :
-¿De dónde vienes, hija ?
-Vengo del Meido -respondió Kinumé-. Soy vuestra hija, Kinumé, y he vuelto de entre los muertos. Pero ahora tengo otro cuerpo, madre.
Y les refirió todo lo ocurrido ; y los ancianos se admiraron en exceso, sin saber qué creer. Los padres de Kinumé de Yamadagori no tardaron en llegar a la casa en busca de su hija; y entonces los dos padres y las dos madres consultaron entre sí y rogaron a la muchacha que repitiera su historia, interrogándola una y otra vez. Pero ella respondía de tal modo a todas las preguntas que era imposible dudar de la veracidad de sus declaraciones.
Finalmente, la madre de Kinumé de Yamadagori, tras relatar el extraño sueño que había tenido su hija enferma, les dijo a los padres de la Kinumé de Utarigori:
-Hay muchas pruebas satisfactorias de que el espíritu de esta muchacha es el espíritu de vuestra hija. Pero sabéis que su cuerpo es el cuerpo de la nuestra. Ambas familias, pues, tienen derecho a una parte. Os rogamos que aceptéis considerarla como hija de ambas familias.
Los padres de Kinumé de Utarigori aprobaron con júbilo esta propuesta, y el cronista refiere que, con el tiempo, Kinumé heredó la propiedad de las dos familias.
“Esta historia -dice el autor japonés de Bukkyo Hyakkawa Zensho- puede hallarse en el lado izquierdo de la duodécima hoja del primer volumen del Nihon-Rei-Iki."
En tiempo del Emperador Shomu, vivía en el distrito de Yamadagori, provincia de Sanuki, un hombre llamado Fushiki no Shin. Su única descendencia era una hija llamada Kinumé. Kinumé era muy bonita y gozaba de buena salud ; pero, poco después de que ella cumpliera los dieciocho años, una insidiosa enfermedad se propagó en esa zona del país y atacó a Kinumé. Sus padres y amigos tributaron ofrendas a un tal Dios-Peste, y se sometieron a severa austeridad en honor de ese Dios, rogándole que la salvara.
La muchacha yació durante días en un estado de sopor ; cuando volvió en sí, refirió a sus padres un extraño sueño. Había soñado que el Dios-Peste comparecía ante ella, diciéndole :
-Los tuyos me han rogado con tal fervor y me han adorado con tal devoción que realmente quiero salvarte. Pero no puedo hacerlo sino dándote la vida de otra persona. ¿Conoces por casualidad a alguna muchacha que tenga tu mismo nombre ?
-Sí -respondió Kinumé-, recuerdo que en Utarigori vive una muchacha que tiene el mismo nombre que yo.
-Indícamela -dijo el Dios, tocando a la durmiente. Y ésta, al ser tocada, se elevó en el aire con él, y en menos de un segundo ambos estuvieron frente a la casa de la otra Kinumé, en Utarigori. Era de noche, pero la familia aún no se había acostado, y la hija lavaba algo en la cocina.
-Es ésa -dijo Kinumé de Yamadagori.
El Dios-Peste extrajo, de un bolso escarlata que llevaba a la cintura, un instrumento largo y filoso con forma de buril ; entró en la casa e introdujo el agudo instrumento en la frente de Kinumé de Utarigori. Entonces Kinumé de Utarigori cayó al suelo con dolores atroces ; y Kinumé de Yamadagori despertó y refirió el sueño.
Inmediatamente después, sin embargo, recayó en un estado de sopor. Durante tres días permaneció sin conocimiento, y sus padres comenzaron a desesperar de recobrarla. Entonces volvió a abrir los ojos, y habló. Pero casi en el acto saltó de la cama, miró el cuarto con estupor, y se precipitó fuera de la casa, exclamando :
-¡Ésta no es mi casa ! ¡Vosotros no sois mis padres !
Algo extraño había sucedido. Kinumé de Utarigori había muerto a causa del Dios-Peste. Sus padres profirieron grandes lamentos, y los sacerdotes del templo celebraron una ceremonia budista en su honor ; y el cadáver fue incinerado en un campo de las afueras. Entonces su espíritu descendió al Meido, el mundo de los muertos, y fue convocado por el tribunal de Emma-Dai-O, Rey y Juez de las Almas. Pero apenas la vio el Juez, exclamó :
-¡Esta muchacha es la Kinumé de Utarigori : aún no era tiempo de que viniera ! ¡Devolvedla de inmediato al mundo de Shaba, y traedme a la otra Kinumé, la de Yamadagori !
Entonces el espíritu de Kinumé de Utarigori gimió ante el Rey Emma, quejándose de este modo:
-Gran Señor, hace más de tres días que fallecí, y ya deben haber quemado mi cuerpo. Si me devolvéis al mundo de Shaba, ¿qué haré ? De mi cuerpo no quedan sino humo y cenizas. ¡No tendré cuerpo !
-No te inquietes -respondió el formidable Rey-, voy a darte el cuerpo de Kinumé de Yamadagori, pues su espíritu debe comparecer ante mí de inmediato. No te preocupes por la incineración de tu cuerpo : el cuerpo de la otra Kinumé te sentará mucho mejor.
Y no bien completó su discurso, el espíritu de Kinumé de Utarigori revivió en el cuerpo de Kinumé de Yamadagori. Ahora bien, cuando los padres de Kinumé de Yamadagori vieron que su hija enferma saltaba y huía proclamando que ése no era su hogar, pensaron que había enloquecido, y la siguieron, diciéndole:
-¡Kinumé ! ¿Adónde vas ? ¡Aguarda un instante ! ¡Estás muy enferma para correr de ese modo !
pero ella emprendió la fuga y corrió sin detenerse, hasta llegar a Utarigori, a la casa de la familia de la difunta Kinumé. Entró allí y saludó a los ancianos, exclamando:
-¡Oh, qué placer estar de nuevo en casa ! ¿Cómo estáis, queridos padres ?
Ellos no la reconocieron, y la tomaron por una demente ; pero la madre le habló con amabilidad, y le preguntó :
-¿De dónde vienes, hija ?
-Vengo del Meido -respondió Kinumé-. Soy vuestra hija, Kinumé, y he vuelto de entre los muertos. Pero ahora tengo otro cuerpo, madre.
Y les refirió todo lo ocurrido ; y los ancianos se admiraron en exceso, sin saber qué creer. Los padres de Kinumé de Yamadagori no tardaron en llegar a la casa en busca de su hija; y entonces los dos padres y las dos madres consultaron entre sí y rogaron a la muchacha que repitiera su historia, interrogándola una y otra vez. Pero ella respondía de tal modo a todas las preguntas que era imposible dudar de la veracidad de sus declaraciones.
Finalmente, la madre de Kinumé de Yamadagori, tras relatar el extraño sueño que había tenido su hija enferma, les dijo a los padres de la Kinumé de Utarigori:
-Hay muchas pruebas satisfactorias de que el espíritu de esta muchacha es el espíritu de vuestra hija. Pero sabéis que su cuerpo es el cuerpo de la nuestra. Ambas familias, pues, tienen derecho a una parte. Os rogamos que aceptéis considerarla como hija de ambas familias.
Los padres de Kinumé de Utarigori aprobaron con júbilo esta propuesta, y el cronista refiere que, con el tiempo, Kinumé heredó la propiedad de las dos familias.
“Esta historia -dice el autor japonés de Bukkyo Hyakkawa Zensho- puede hallarse en el lado izquierdo de la duodécima hoja del primer volumen del Nihon-Rei-Iki."
lunes, 20 de febrero de 2012
domingo, 22 de enero de 2012
Otra historia del Folklore japonés.
EL SECRETO DE LA MUERTA
Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O-Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales ; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O-Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.En la noche siguiente al funeral de O-Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra : el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible ; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.
Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí ; y la madre del esposo de O-Sono declaró :
-Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O-Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo... a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O-Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego. Todos estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible.
A la mañana siguiente, por tanto, vaciaron los cajones y llevaron al templo las ropas y los adornos. Pero O-Sono regresó la próxima noche y contempló el tansu tal como la vez anterior. Y también volvió la noche siguiente, y todas las noches se repitió su visita, que transformó esa casa en una morada del temor.
La madre del esposo de O-Sono acudió entonces al templo y le contó al sumo sacerdote lo que había sucedido, pidiéndole que la aconsejara al respecto. El templo pertenecía a la secta Zen, y el sumo sacerdote era un docto anciano, conocido como Daigen Oshõ.
Dijo el sacerdote :
-Debe haber algo que le causa ansiedad, dentro o cerca del tansu.
-Pero vaciamos todos los cajones -replicó la anciana- ; no hay nada en el tansu.
-Bien -dijo Daigen Oshõ-, esta noche iré a vuestra casa y montaré guardia en el cuarto para ver qué puede hacerse. Dad órdenes de que nadie entre a la habitación mientras monto guardia, a menos que yo lo requiera.
Después del crepúsculo, Daigen Oshõ fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él. Permaneció allí a solas, leyendo los sûtras ; y nada apareció hasta la Hora de la Rata. Entonces la imagen de O-Sono surgió súbitamente ante el tansu. Su rostro denotaba ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el tansu. El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y luego, dirigiéndose a la imagen por el kaimyõ 24 de O-Sono le dijo :
-Vine aquí para ayudarte. Quizá haya en ese tansu algo que despierta tu ansiedad.
¿Quieres que te ayude a buscarlo ?
La sombra pareció asentir mediante un leve movimiento de cabeza ; el sacerdote se incorporó y abrió el cajón de arriba. Estaba vacío. A continuación, abrió el segundo, el tercero y el cuarto cajón ; hurgó detrás y encima de cada uno de ellos ; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen permanecía erguida, con tanta ansiedad como antes. “¿Qué querrá ?”, pensó el sacerdote. De pronto se le ocurrió que acaso hubiera algo oculto debajo del papel que revestía los cajones. Levantó el forro del primer cajón : ¡nada ! Pero debajo del forro del cajón inferior halló algo : una carta.
-¿Era esto lo que te inquietaba ? -preguntó.
La sombra de la mujer se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara.
-¿Quieres que la queme ? -preguntó Daigen Oshõ.
Ella se inclinó ante él.
-Esta misma mañana será quemada en el templo -prometió el sacerdote-, y nadie la
leerá salvo yo.
La imagen sonrió y se disipó.
Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante.
-Calmaos -les dijo-, no volverá a aparecer.
Y la sombra, en efecto, jamás regresó.
La carta fue quemada. Era una carta de amor redactada por O-Sono en la época de
sus estudios en Kyõto. Pero sólo el sacerdote se enteró de su contenido, y el secreto murió
con él.
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